lunes, 2 de febrero de 2015

La noche del reflejo esfumado

A veces, la historia se repite. 

La vida, dura. 

Como el diamante, que te cueste. Que te lo haga pasar mal, que te haga valorarla, que te enseñe el significado de ser feliz, apreciar lo que te rodea, que nunca jamás, volverás a ver, o tocar. Jamás de la misma manera. 

Aunque para gustos, colores. 

La otra noche, porque todos son las noches. De día soy un poseso del trabajo, probablemente, intentando maravillarme de que pase una mariposa al lado o un gato se acerque maullando a la puerta. En busca de comida, sin duda alguna. 

Las noches, como en la que hace unos días porque mi búho no me dejaba dormir, acabé tomándome un té, un bocadillo de tortilla francesa con un poco de queso, aceite de oliva y tragándome una película sobre una invasión extraterrestre en la que - cómo no - los Americanos salvaban la Tierra, destruyendo la nave nodriza; todo esto en Zakour, ese antro que te sirve de todo, menos alcohol, y está abierto cuando sales a las tantas a por algo de comida. Su cocina es cinco veces más pequeña que el propio local, con una zona de no fumadores, y otra de fumadores. 

Terraza, pantalla de plasma y hasta barbacoa. Perturbantemente exótico. También sirve de café para los viajeros que llegan o parten a altas horas de la noche. O aquellos que aprovechan para echar un sueñecito con la excusa de un café. 

Mi límite eran los créditos de la película, hasta que aparecí yo mismo - Mehdi - con 34 años, pidiendo unos tragos de té, para pasar el cigarrillo, después de una pequeña juerga. Esto no lo supe hasta que hablamos un poquito. Agricultor. Lo que en cierto modo es mi deseo de vida. Una granja, un terreno, con tu verdura, fruta, cualquier cosa que pudieras necesitar, descartando televisiones y demás basura mediática, tus cabras, ovejas, vacas. Exactamente eso. El tipo había sido cadre en Francia, decía, y a los 30 lo había dejado todo para dedicarse a la tierra. Hablaba con propiedad, mucha, medía sus palabras, y era buen conversador. 

Uno de los temas que nos entretuvo más fue ese hecho, que ambos habíamos vivido de "volver a Marruecos". Estar viviendo fuera, o vivir durante mucho tiempo fuera, para de pronto, sepultarte (tal vez esto suene muy duro), adentrarte, nadar en esa sociedad, que hasta entonces, habías rozado más que palpado. Del hecho de que en esta ciudad, no tienes con quién hablar (y sí, claro que los hay) - pero no es tan espontáneo, o no está tan contagiado. El contraste, las preguntas, los temores que te surgen. 

En mi caso, hace 4 años ya, así que de alguna manera, se va asimilando... Hasta que tienes hambre. Un hambre que no se sacia con el gusto. Al menos no con el de masticar. Y puede que tengas que escupirlo escribiendo, yéndote de juerga, encerrándote o negando, hasta que vuelves a probarlo. 

De labios de unos cantantes a la entrada de un metro, de gestos de un mimo en mitad de la plaza. De los gritos de un actor, en plena Noche Blanca. 

Saciaba mis ganas de hablar de algo distinto. Y sin embargo, ahí va lo increíble : 

Normalmente, de aquel café a más o menos el cruce donde cada cual se iría a su casa, hay, como mucho 45 minutos, a paso lento diría. Las palabras no se acababan, ni los temas, ni el debate. Eso era lo interesante. El inconformismo. La disconformidad. Cuando miré el reloj, había pasado prácticamente 2 horas. Nos despedimos. Él con prisas, que se meaba

Al girarme, no vi a nadie. Y desde entonces me pregunto si la gente se esfuma. 






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